La profesora Alina Bárbara y la UNEAC


LA HABANA, Cuba.- El pasado viernes circuló la noticia de la expulsión de la profesora Alina Bárbara López Hernández del gremio nacional de intelectuales (oficialista, como todas las organizaciones que poseen existencia legal en Cuba). Se trata de la entidad conocida por la sigla UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba).

Según se conoció, la destacada pensadora adquirió su membresía gracias a los libros consagrados a las Ciencias Sociales que ha publicado. Según recoge la información publicada al respecto en este mismo diario digital, su trabajo “se ha centrado en estudiar la historia política del Partido Comunista de Cuba, incluyendo sus errores y las consecuencias de su gestión económica”.

Conforme a lo publicado este mismo viernes por Diario de Cuba, la profesora López Hernández, según la versión oficial, fue expulsada por “realizar actividades contra la revolución”, “por publicaciones contra la alta dirigencia”, “por mostrar solidaridad con el movimiento del 11 de julio”, “por incurrir en delitos graves previstos y sancionados en el Código Penal” así como “por violación grave de los Estatutos y del Reglamento de la UNEAC”.

Esa situación confrontada ahora por Alina Bárbara me hace rememorar sucesos similares de hace casi un cuarto de siglo atrás. También este cronista era miembro del aludido gremio intelectual. En mi caso, yo había sido admitido en la Sección de Traductores de la Asociación de Escritores. Mi aval para ello lo constituían mis versiones en castellano de varias obras extranjeras.

Fueron estas La Tritogenia de Demócrito, Descubriendo el mundo, Los correos de la clandestinidad, Cinco siglos de guerra secreta y La hazaña de Leningrado. Quisiera destacar brevemente las dos últimas: La primera de ambas porque se trata de un ameno recuento de anécdotas tomadas de la historia del espionaje internacional. La última, porque siempre me llamó la atención que, en medio de la hambruna espantosa sufrida por los habitantes de la segunda ciudad rusa durante el sitio nazi, las fotos del jefe del Partido Comunista local —el infame Andréi Zhdánov— lo mostraban rozagante y mofletudo…

Pero la nueva de mi separación de la UNEAC me fue notificada de manera diferente que a la doctora López Hernández. Ella cuenta que, para expulsarla, se celebró, en la sede provincial de la organización, una reunión con varios miembros, a los cuales se dio el gusto de decirles que “sentía vergüenza por ellos”; también tuvo otra satisfacción: salvo el Presidente, “los demás bajaron la cabeza y no respondieron”.

En mi caso personal, la notificación se hizo mediante una visita informal y unipersonal. Pasó por mi casa uno de los cabecillas de la Asociación de Escritores. Se trataba de uno de esos “intelectuales orgánicos” al servicio del régimen, quienes, más que por desarrollar una obra literaria, se preocupan por mantenerse en sus cargos burocráticos. Recuerdo que me comentó: “Tú sabes por qué te expulsamos de la UNEAC”. Le contesté: “No; no lo sé”. Pero ahí quedó todo; no hubo ni un intento de explicación…

Por lo demás, hay de común, entre una y otra expulsión, el mismo deseo oficialista de eludir cualquier notificación por escrito. En el caso de Alina Bárbara, a mucha insistencia suya, le leyeron la resolución dictada, que ella copió y pudo compartir con el público. La felicito por ello.

La profesora ha alcanzado justa notoriedad por las nuevas formas de protesta cívica pacífica que ha ideado y puesto en práctica, como la de concurrir cada día 18 (mismo día de la histórica Protesta de los Trece) a un parque matancero como forma de denunciar las arbitrariedades del régimen. En su post de Facebook, ella argumenta que está ejerciendo “derechos constitucionalmente establecidos en el artículo 56 de la Ley de leyes: libertad de expresión y de manifestación pacífica”.

Como jurista, considero muy correcto aprovechar los estrechos márgenes que concede la legislación positiva dictada por el régimen castrocomunista; en particular, la Constitución vigente. Pero creo también que esto debe hacerse sin perder de vista las limitaciones que ese mismo régimen ha introducido deliberadamente en el texto de los preceptos en los que se reconocen derechos ciudadanos y en la interpretación práctica que les da.

Como es obvio, todas las cartas magnas dictadas en Cuba desde 1975 a la fecha son castristas. Yo, para señalar las diferencias entre las anteriores y la actual, califico a las primeras como “fidelistas”, mientras que a esta última la describo como “raulista”. Resulta útil resaltar algunas diferencias que existen entre ellas.

Por ejemplo, las “fidelistas” contenían el infame artículo 61, que rezaba así: “Ninguna de las libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo. La infracción de este principio es punible”.

Como se comprenderá, esa norma, por sí sola, convertía en papel mojado todas las páginas del texto supralegal en las que se enunciaban supuestos derechos del ciudadano. Esto podía constatarlo cualquier hombre de leyes o politólogo que estudiara esa Constitución con criterios técnicos objetivos. Esto, a su vez, convertía a la superley en un texto impresentable.

Lo anterior fue reconocido por quienes, ya bajo la égida del general de ejército Raúl Castro, elaboraron la actual Constitución. Por ello, al consignar los preceptos que recogían los derechos de los ciudadanos, tuvieron la astucia de darles una redacción que resultara más aceptable para los juristas a escala mundial. Y claro que, como apunta la profesora Alina Bárbara, esa realidad debe ser aprovechada por todos los que se enfrenten al régimen.

Pero, al propio tiempo, no debe perderse de vista que la referida “Constitución raulista” ha mantenido el artículo 5 de sus predecesoras, el cual proclama al Partido Comunista de Cuba como “fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado”. Eso aparte de declararlo “único” (condición que siempre tuvo, pero que sólo desde 2019 ha quedado plasmada en la carta magna).

Que un partido ejerza la dirección del Estado es algo que sucede en cualquier país normal. Claro que, en estos últimos, ese carácter se obtiene no con carácter inamovible, ni porque así lo disponga un precepto constitucional. Por el contrario, esa condición dirigente se adquiere porque la fuerza política de la que se trate alcanza, entre otras similares, la mayoría otorgada libremente por los electores en unos comicios competitivos.

Pero lo que sólo puede ocurrírsele a un comunista es que un partido político (el de ellos mismos) ostente también… ¡la dirección de una sociedad entera! En este aspecto, resulta conveniente que yo le haga una pequeña observación de índole jurídica a uno de los planteamientos que hace en su post la profesora López Hernández.

Me refiero al pasaje en el que se pregunta “qué sentido tiene una organización intelectual que tenga que obedecer estatutos inalterables de una organización política a la que no todos sus miembros pertenecen”. Por supuesto que no cabe la menor discusión: se trata de una barbaridad. Pero esta última está basada en el ya referido artículo 5 de la misma “Constitución socialista”. Y esto es algo que Alina Bárbara, sus amigos y todos los opositores cubanos debemos tener siempre presente.



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