cómo el régimen mantiene la esperanza a pesar de la crisis



En Cuba, basta con encender la televisión durante una hora para recibir un mensaje que, según los dirigentes, busca calmar las preocupaciones de la población y convencerla de que, eventualmente, todo se solucionará. La narrativa oficial se presenta como un intento de brindar seguridad en medio del caos, asegurando que hay “disponibilidad de combustible” y que el sistema eléctrico se está restableciendo, aunque no a plena capacidad. Se repite la promesa de que “pronto todo quedará interconectado”, como si esa simple afirmación fuera suficiente para aliviar las angustias diarias. Sin embargo, tras ese falso sentimiento de esperanza, llega la cruda realidad: incluso a plena capacidad, el sistema no podrá cubrir toda la demanda, y los apagones continuarán siendo una constante en el futuro cercano. Ante estas situaciones, los cubanos viven en un estado constante de incertidumbre y angustia, una sensación que, como muchos expresan, “marca el día a día” y se convierte en un sufrimiento colectivo.

La Revolución Cubana ha sabido manipular este trauma para perpetuar un estado de dependencia y resignación en la población. Con un dominio del lenguaje energético —que se suma a la cultura meteorológica impuesta por años de huracanes y ciclones—, los cubanos se han convertido en expertos en términos como “patanas turcas”, “barcos con fueloil”, “grupos electrógenos”, “sistema eléctrico nacional”, “generación distribuida y flotante” y “microsistemas conectados”. Dominan el nombre de todas las termoeléctricas del país y son capaces de reconocer por el sonido que ocurre en el momento en que se va la luz la gravedad de la avería: “se fue la luz”, “explotó un transformador”, “ahora sí, esto es pa´largo”. Este conocimiento no nace de la tecnocracia, sino de la repetición forzada y de la necesidad de sobrevivir en un país donde el lenguaje de la escasez y la crisis se ha convertido en parte de la identidad nacional.

A pesar de ello, el régimen sigue promoviendo una confianza ciega en que, eventualmente, todo saldrá bien. Se les asegura a los cubanos que, aunque no haya comida suficiente, “el pan está garantizado”. Sin embargo, en las calles de La Habana y otras ciudades, los vecinos reportan haber visto a personas recogiendo comida descompuesta de la basura, resultado de la falta de refrigeración. “Esto yo lo hiervo y le echo limón y me lo preparo porque hace días que no como nada”, comenta uno de los afectados, ilustrando la desesperación y la necesidad de adaptación que muchos enfrentan pero también una nueva normalidad.

El gobierno ha utilizado la psicología del trauma para someter al pueblo, explotando el discurso del “bloqueo” como un mantra que evita toda responsabilidad interna. Al culpar siempre a factores externos, elude el análisis crítico de sus propias fallas. Esta estrategia de manipulación, basada en alimentar la desesperanza y ofrecer promesas vacías, mantiene a la población en un estado de indefensión aprendida, donde el ciclo de crisis y soluciones superficiales se repite, manteniendo el control y evitando cualquier cuestionamiento profundo sobre el verdadero origen de los problemas en la isla.

El trauma acumulado por décadas de crisis energéticas, falta de alimentos y condiciones de vida precarias ha sido instrumentalizado por el régimen para crear una narrativa en la que los cubanos son víctimas de un enemigo externo, pero también, héroes de una resistencia sin fin. Esta dualidad alimenta un sentido de propósito y pertenencia que, a la vez que fortalece el espíritu, impide el cambio real y perpetúa el control sobre un pueblo que, generación tras generación, ha aprendido a vivir con el trauma como su única constante.



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