Tengo la política y la causa cubana en mi ADN


MADRID, España. – Hace tiempo que deseaba incluir en esta serie de entrevistas la de nuestra compatriota Rocío Monasterio, quien saltó a la palestra política española cuando en 2014 decidió ser parte de VOX. Su influencia y entrega en el seno de este partido fue in crescendo y, dos años después, se convirtió en la presidenta de esta formación para Madrid, así como, hasta hace muy poco, en su portavoz y diputada. 

Una estancia en Madrid y un encuentro propiciado por Margarita Larrinaga me permitió conversar largamente con ella. Descubrí en Rocío a una persona extremadamente atenta a todo interlocutor y a lo que puede emanar de una conversación. Alerta siempre, directa sin dudas y sagaz como pocos. Previamente, pude reunir, a duras penas, algo de su genealogía e historia cubanas, con unos pocos detalles sobre su familia encontrados en los medios, y me di cuenta, enseguida, de que nadie había indagado realmente en la historia de su rama indiana que, como la de muchos de quienes hicieron los viajes de ida y vuelta, fue parte esencial para el desarrollo, ya no solo de Cuba, sino también de la propia España. 

Como buena arquitecta y mujer de negocios, Rocío Monasterio ha diseñado el plano personal y profesional en el que se ha movido, a sabiendas de que, en su caso, la política da más pérdidas que beneficios. No me interesó ahondar en los tópicos que ha abordado durante sus últimos 10 años de activismo en VOX porque todo lo que ha dicho y formulado en este sentido es público y puede ser consultado en videos, grabaciones y entrevistas. Me interesó, en cambio, conocer a la persona con quien comparto orígenes, a la amiga de muchos amigos, y a quien defiende a capa y espada, sin que le tiemble la voz, sus ideas. Porque hace tiempo que esta entrevista debían haberla propiciado desde su entorno por las razones que irán aflorando mientras avancemos en el recuento de tantas anécdotas y vivencias que hablan más que de política, de la propia humanidad de Rocío.

Curiosamente, me dijo, cuando la acompañaba de vuelta hasta su auto ―en el que llegó conduciendo ella misma en medio de un Paseo de la Castellana congestionado por manifestaciones variopintas― que una voz de mujer peninsular, como la de ella, suena siempre con dureza, algo que visto desde Latinoamérica podría resultar hasta contraproducente. No estoy muy seguro de que tenga razón, porque si algo tiene de cubana justamente es la dulzura con que se mueve, ligera y sin rodeos, en la conversación y en el trato. Justamente lo que no aflora cuando se le oye hablar en público sobre los temas sociopolíticos que suele abordar. 

La imagen de la persona que transmiten los medios tiene muy poco que ver con quien me habló en una tarde madrileña deliciosa de sus gustos, su afición por el arte y la literatura, la cocina cubana, su familia de orígenes diversos, los recuerdos de su infancia, la educación y consejos de su padre, muchísimas vivencias y algunas nostalgias. Dejemos mejor que nos lo cuente ella.

Cuéntanos un poco de tus orígenes familiares.

―Por parte de mi padre venimos de una familia de indianos cubanos. Mi abuelo Enrique Monasterio Alonso, nacido en Oviedo en 1881, se casó con Marina Díaz de Tuesta, nativa de Álava (País Vasco). Mis abuelos se casaron en Cuba para fundar el negocio del azúcar de ambas familias en la región de Cienfuegos. Pedro Monasterio, un hermano de Enrique, también se fue a Cuba y falleció en la capital de la Isla en 1956. 

En los años 1865-1875 había un velero que fondeaba en el pueblo costero de Ribadesella, el Habana, que cubría los viajes entre Asturias y la ciudad que su nombre anunciaba. Los hombres de la familia iban y venían de un sitio al otro, y algunos hasta se veían por primera vez en sus vidas en el muelle de Ribadesella cuando unos abordaban y otros desembarcaban.

Por otra parte, los Díaz de Tuesta de mi abuela paterna eran vascos establecidos en Cienfuegos, desde que Galo Díaz de Tuesta Hoya llegó a esa región cubana a principios del siglo XIX. De hecho, la casa de su hijo, Lázaro Díaz de Tuesta Urrutia, mi bisabuelo, es una de las que mejor se conserva como ejemplo de estilo neoclásico cienfueguero, en una ciudad que es todo siglo XIX, con una arquitectura y urbanismo muy moderno para la época. La ocupa hoy una galería de arte llamada, ignoro por qué, Maroya. 

La antigua casa de Lázaro Díaz de Tuesta, en el centro de Cienfuegos
La antigua casa de Lázaro Díaz de Tuesta, en el centro de Cienfuegos (Foto: Cortesía)

Mis abuelos tuvieron cuatro hijos: Antonio Monasterio Díaz de Tuesta (mi padre, nacido en Cienfuegos, en 1929), sus dos hermanos Urbano Enrique y Jacobo (ambos fallecidos en el exilio de Miami) y mi tía Concepción (que llamamos Conchita), que ha fallecido hace escasos días en Oviedo. Sobreviene entonces el divorcio de mis abuelos paternos, algo que dice mucho de lo moderna que era Cuba, un país donde el divorcio fue legal desde 1918, mientras que en España hubo que esperar hasta 1981. Muy moderna, repito, y permíteme disgregar, incluso en su Constitución ejemplar de 1940, que he leído de cabo a rabo. 

Pero volviendo al tema familiar, la abuela Marina se va de la Isla y se instala en Nueva York, y Enrique se queda en Cuba con los hijos varones. Fue entonces que él tomó la decisión de enviarlos a estudiar a España, y durante 11 años mi padre y sus hermanos vivieron en internados pasando de un colegio jesuita a otro, de Madrid a Valladolid y, finalmente, al de la cántabra Comillas. Mi padre me contaba que él y sus hermanos pasaron la Guerra Civil en internados con un frío de miedo y un hambre atroz. Para engañar el estómago calentaban agua que sacaban de los radiadores y la mezclaban con arenilla para creer que era chocolate. Y lo peor: mientras que las familias venían a buscar a otros niños los fines de semana y durante las vacaciones, ellos se quedaban en el internado porque no tenían a nadie que viniera a por ellos. Cuando mi padre terminó los estudios de Derecho en Salamanca, mi abuelo le reclamó de vuelta a Cuba. 

Mi madre, Aurora San Martín de Artiñano, quien vive aún, es de origen asturiano y vasco, también con una historia ligada a la lucha de España por conservar Filipinas. Mis padres tuvieron cuatro hijos. Yo soy, de mis dos hermanas y mi hermano, la mayor.

Antonio Monasterio Díaz de Tuesta, padre de Rocío, en las tierras de un central, en Cuba
Antonio Monasterio Díaz de Tuesta, padre de Rocío, en las tierras de un central, en Cuba (Foto: Cortesía)

―Tengo entendido que tu padre y sus hermanos tenían un negocio próspero en la Isla…

―Ellos habían creado un consorcio familiar llamado Compañía Azucarera Atlántica del Golfo y se asociaron a la sucesión de los Falla Gutiérrez, una familia cántabra originaria de Anero, con quienes administraban un central llamado Manuelita que el castrismo expropió y le cambió el nombre por el de “14 de Julio”. Era corriente que familias indianas del norte peninsular se aliaran e invirtieran en las tierras de América en un mismo negocio, ya sea por afinidad o por lazos que venían desde España.

La familia vivía entre Cienfuegos y La Habana, y en la década de 1950, mi padre, junto a mi tío Pedro, construyó desde la Inmobiliaria Monasterio algunas torres modernas, una de ellas en Calzada y 13, en el barrio del Vedado, conservando siempre el último piso para uso familiar. Como soy arquitecta de profesión siempre me interesé en este tema y recuerdo que él me contaba que para estos edificios se utilizaron las técnicas más modernas del hormigón armado, toda una innovación para la época. Tengo entendido que una de esas torres la utilizan desde hace tiempo para alojar a militares castristas. Asimismo, me decía que fueron los Monasterio los primeros en llevar una línea de ferrocarril directa desde la bahía de Cienfuegos hasta un central del interior, en este caso, el Manuelita. 

Inmobiliaria Monasterio, en Calzada y 13, El Vedado, La Habana, Cuba
Inmobiliaria Monasterio, en Calzada y 13, El Vedado, La Habana (Foto: Cortesía)

―¿Tu padre tuvo conciencia de lo que iba a suceder en Cuba cuando Fidel Castro tomó el poder el 1° de enero de 1959?

―¡Y de qué manera! Cuando Castro entró en La Habana se reunió, poco después, con grandes empresarios cubanos a quienes dio cita en la casa de los Mestre, familia por alianza con los Batista Falla. Allí se encontraban también algunos de los comandantes principales de la Sierra Maestra acompañados por sus nuevas queridas. Mi padre me contó que aquellas mujeres llamaban “papacito” a sus amantes revolucionarios y con voces muy melosas les preguntaban públicamente cuándo iban a comprarles abrigos de marta cibelina, joyas y otros bienes. Acababan de llegar y ya estaban pensando en cómo gastar todo lo que iban a robar al pueblo cubano.

Me contaba que le preguntó a cada uno de los comandantes allí presentes, desde Juan Almeida y Raúl Castro, hasta militares como Aldo Santamaría, si ellos eran comunistas. Todos, sin excepción, le respondieron que sí. Cuando llegó el momento en que le preguntó lo mismo a Fidel, este le respondió que no lo era, que él no era comunista. Al parecer aquello impresionó mucho a mi padre y al escuchar la contestación de Fidel exclamó delante de todos: “¡Es la primera vez que veo una casa de prostitutas dirigida por una señorita!”.

Me decía que tuvo enseguida la impresión de que Cuba estaba perdida. De hecho, fue uno de los pocos empresarios allí presentes que no apoyó la Revolución en sus inicios. Por lo contrario, creó inmediatamente un grupo para combatirla y montó una red para ayudar a muchos perseguidos para que pudieran escapar de Cuba y, por otra parte, organizó acciones para desestabilizar el llamado poder revolucionario. 

Él tenía la intuición de que la invasión de bahía de Cochinos fracasaría por la simple razón de que esta acción ya no era un secreto para nadie. Por otra parte, ya habían fusilado al tesorero de su grupo, y en un momento en que él bajó a la tienda de ultramarinos (bodega dicen en Cuba) para comprar arroz y otros alimentos para alguien que tenía escondido en su casa, el propio bodeguero le dijo: “Monasterio, la persona que los está delatando la tiene usted escondida en su propia casa”. Ni siquiera volvió a subir al apartamento. Ahí mismo lo organizó todo y salió de la Isla rumbo a España, en 1961. Por supuesto, ya le habían expropiado todos los bienes y, para colmo, hasta la medallita de San Antonio que siempre le acompañaba, un recuerdo de su padre, la tuvo que dejar en la bandeja cuando pasó por los controles policíacos de emigración en el aeropuerto de La Habana.

El central Manuelita en la época en que los Monasterio eran los propietarios (Foto: Cortesía)

Naces en 1974, o sea, 15 años después de aquel 1° de enero de 1959. ¿Cómo es posible que te hayas mantenido siempre tan apegada a tus orígenes cubanos?

―Cuando mi padre salió rumbo a España, su hogar se convirtió inmediatamente en un hervidero de cubanos que llegaban al exilio y a los que había que ayudar. Se han contado muchas tonterías de la presencia de España en Cuba y una de las que más repiten sin parar, sobre todo ahora que es la moda, es que Cuba era una colonia explotada, cuando en realidad era una provincia de España mucho más moderna y libre que la propia península. 

Con el mismo amor con que en casa se hablaba siempre de Cuba, se evocaba también a Asturias, la tierra de los abuelos. Con el dinero ganado en la Isla mi abuelo paterno ayudó a financiar una de las carreteras que se construyeron en Asturias, que la comunicó con la región de León. Los indianos no se limitaron a sembrar palmeras delante de sus casas del norte ibérico y a construir palacetes de hermosa arquitectura caribeña, sino que trajeron mucho bienestar económico a esas olvidadas provincias españolas. En el altar de la Covadonga, donde está la cripta, puede leerse entre los benefactores el nombre de los Monasterio, indianos de Cuba que financiaron su construcción. 

Los Monasterio: Enrique Monasterio y Marina Díaz de Tuesta, sus hijos Urbano, Antonio, Jacobo y Conchita, entre otros familiares, el día de la donación en Covadonga (Foto: Cortesía)

Una vez en que yo estaba caminando por el paseo marítimo de Ribadesella, pueblo en donde tenemos una casa familiar, se me acercó un anciano cubano quien, al verme, me abrazó y se puso a llorar. Yo no entendía nada, y esperé a que se le pasara para preguntarle por qué lloraba. Entonces de su bolsillo sacó un cheque que tenía doblado en tres y me dijo que él sabía por la prensa que Rocío Monasterio veraneaba en esta localidad. “Entonces me dije: ‘Esta Rocío no puede ser otra que la hija de Don Antonio’”, me contó. Resulta que salía siempre con la esperanza de toparse conmigo. Me mostró la cifra que había escrito en el cheque y me dijo que era el dinero que había ahorrado para entregarlo un día a mi padre pues, en el pasado, este lo había ayudado económicamente. Ahora quería devolvérselo, al menos, a su hija. Su gesto, por supuesto, me emocionó mucho y entonces fui yo quien se puso a llorar. Por supuesto, terminé abrazándolo y diciéndole que no era necesario, que ya no había deuda alguna.

―¿Pudo, entonces, tu padre recuperarse económicamente en el exilio?

―De pequeña, íbamos a menudo a Miami a ver a mis tíos y primos que vivían allí en medio de la comunidad de exiliados de la Isla. Fue durante uno de esos viajes que a mi padre se le ocurrió traer a la península, en 1971 y como franquicia, a la cadena Kentucky Fried Chicken. El negocio, al principio, parecía que no iba a funcionar. Mi padre me contaba que cuando los clientes entraban a la sala se sentaban a esperar que viniera un camarero a la mesa a tomarles el pedido. Y que se asombraban cuando les explicaban que tenían que ir al mostrador para pedir y ocuparse de sus propias bandejas. Pero, por suerte, siendo esta la primera cadena de autoservicio del país, la gente fue poco a poco familiarizándose con el concepto y se convirtió en todo un éxito.

Yo ayudé a mi padre ya al final, antes de que vendiera el negocio años después. Allí aprendí, muy tempranamente, lo que era tener que sacar la paga de cada proveedor y cubrir los huecos que ocasionaba el hecho de tener en nómina a muchas personas que mi padre ayudaba y que, en realidad solo habían sido contratados para ayudarles a volver a empezar.

―¿Dónde cursas tu escolaridad?

―Estudié primero en el colegio de Las Irlandesas, pero en un acto al que asistió mi padre se les ocurrió poner una canción de Ana Belén y cuando él escuchó aquello de “abre la muralla, cierra la muralla”, me sacó inmediatamente de allí. Entonces comencé en el colegio Aldeafuente y, después, en el de Santa María del Camino. Los cambios siempre vinieron motivados por buscar la mejor educación; en casa sacar todo sobresaliente era cumplir con tu obligación.

Cuando terminé el bachillerato entré, en 1992, a la Escuela Superior Técnica de Arquitectura de Madrid (ETSAM), una universidad pública perteneciente a la Universidad Politécnica de Madrid, para estudiar Arquitectura. Me encantaba dibujar y sabía que era la mejor opción como escuela. Además, no quería estar en una burbuja, en una de esas instituciones privadas exclusivas. En ese periodo, con 19 años, trabajaba por las mañanas en un estudio de arquitectura y estudiaba por la tarde. 

Rocío Monasterio, en Madrid, octubre de 2024
Rocío Monasterio, en Madrid, octubre de 2024 (Foto: William Navarrete)

―¿Coincide esta etapa con tu estancia en Miami? ¿Qué recuerdos tienes de tu vida en esa ciudad?

―Los últimos años de mis estudios en la Escuela de Arquitectura de Madrid a los alumnos que obteníamos matrícula de honor en proyectos nos daban una beca para ser profesores ayudantes de Proyectos Arquitectónicos. Estuve en esto poco tiempo porque me di cuenta de que lo que deseaba realmente era ganar en práctica. Entonces trabajé en 1996 como becaria para varios estudios y uno de ellos fue la oficina de arquitectura, ahora casi centenaria, Bermello Ajamil and Partners, sita en Coconut Grove. También participé en ACSA Otis International Student Design, y quedé en segundo lugar en la categoría de África y Europa. Mi propuesta consistía en 3.000 viviendas en Hong Kong.

En Miami tenía familia, vivía en el South West y me conecté con el exilio cubano. Tengo un recuerdo muy especial y sucedió que, años después, estando ya trabajando para VOX, me invitaron a dar una conferencia a Miami y resultó que tenía lugar en el mismo edificio en donde yo había trabajado para Bermello Ajamil and Partners. Cuando tomé la palabra y conté que en ese mismo lugar había trabajado en el ámbito de la arquitectura se quedaron muy sorprendidos. En esa época ya era novia de quien luego se convirtió en mi esposo y padre de mis cuatro hijos, Iván Espinosa de los Monteros. Pero Iván trabajaba en Nueva York y yo en Florida. 

Miami es para mí una mezcla de acentos suaves, sabores y lindos recuerdos. Y en cuanto a los sabores, nunca están muy lejos de la cocina que me recuerda mucho a mi familia de Miami que tanto quiero, donde no faltan la ropa vieja que ahora intento hacer yo, el picadillo o los frijoles negros. 

―¿Fue en tu época estudiantil que te interesaste por primera vez en la política? ¿Escoges este camino al finalizar tus estudios?

―La política la llevo tatuada. Mi padre siempre me decía que muchas personas creían que la libertad se heredaba pero que, en realidad, había que defenderla en todas partes porque de lo contrario la perdíamos. Como también me dijo que estudiara una carrera que fuera útil en cualquier lugar del mundo y en cualquier circunstancia. Algo que, si se presentaba una situación en la que había que abandonar el país, pudiera recomenzar una vida nueva y encontrar inmediatamente trabajo en cualquier parte.

En 1998 creé el Foro Generación del 78. Se trataba de una plataforma de debates políticos sobre la democracia, la cultura, la historia, el rumbo que tomaba España. Allí invitamos a muchas personas para discutir ideas e, incluso, a gente de izquierda para entender también sus puntos de vista. Recuerdo que uno de nuestros invitados fue Alberto Núñez Feijóo cuando era director de Correos en el 2000. 

Poco después, fundé Rocío Monasterio y Asociados, mi propio estudio de arquitectura e interiorismo, que sigue muy activo y con el que desde sus inicios trabajamos mucho en España y Polonia. 

En cambio, en el ámbito de la política, lo que he logrado es perder dinero. Ha sido un sacerdocio por principios, y una pérdida desde el punto de vista económico. Claro, la diferencia con quienes hacen de la política una profesión, es que he sido una persona completamente libre, pues no dependo de la política para vivir. Mi profesión me permite decir lo que pienso, sin temor a perder el empleo o a que me echen. Entiendo que esto es un lujo que pocos pueden permitirse. Lo vemos a diario cuando a algunos les tiembla la voz o dicen lo contrario de lo que piensan.

Por supuesto, nunca dejaré la política y mucho menos la causa cubana. La razón es muy simple: las tengo en mi ADN. No pienso traicionar mis ideas, y menos a todos aquellos que no tienen voz o que no pueden defenderse. 

Rocío Monasterio y William Navarrete, en Madrid, octubre de 2024
Rocío Monasterio y William Navarrete, en Madrid, octubre de 2024 (Foto: Cortesía)

―¿Has ido alguna vez a Cuba? ¿O piensas hacerlo?

―Nunca he ido. Tampoco creo que la dictadura me lo permita. No me interesa ir a un sitio en donde no me pueda comunicar libremente con sus habitantes y dónde quién va acaba financiando al régimen. Pero Cuba está afectivamente muy vinculada con mi vida. Y trato, en la medida de lo posible, de inculcarle ese amor a mis hijos. Algún día iremos juntos, toda la familia; es el viaje que más ilusión me puede hacer.

Después de todo, vivo en España, el mejor sitio para recordar cada día el lugar que con tanto cariño acogió a los míos como emigrantes y del que, al mismo tiempo, tuvieron que emigrar otra vez. ¿Te parece poco que viva en el madrileño Paseo de La Habana?



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