LA HABANA, Cuba.- Por allá por el año 2017, Contreras (el pitcher de Grandes Ligas) se encontró en Pinar del Río con Contreras (el que escribe este texto). Se fundieron en un abrazo donde intercambiaron tres o cuatro elogios. Entonces, entre risas, el lanzador hizo alusión a la famosa herencia que, supuestamente, le tocaba a todo el que llevara el apellido.
—Y entonces, pariente, ¿cuándo van a repartir el dinero de la herencia de los Contreras? —preguntó.
—Ya lo hicieron, compadre. Te la llevaste toda al firmar por 32 millones con los Yankees.
Desde sus casi dos metros de estatura, el estelar rompió en una estruendosa carcajada. Luego nos dimos unos tragos y hablamos largamente de pelota. Pedro Luis Lazo estaba con nosotros y también el hoy difunto Jesús Guerra, su mentor, quien descubrió el talento del moreno y lo salvó de envejecer a pie de surco en Las Martinas.
Los minutos que caben en dos horas me bastaron para quedar eternamente impresionado con la sencillez de aquel guajiro millonario. Vestía sin estridencias. Hablaba como si susurrara. Gesticulaba, dije un día, con lentitud de bandoneón.
Me contó que al llegar al club house de los Yankees llevaba una bolsita con su guante y unos spikes manchados de tierra colorada. Que le dieron una taquilla —wow!— entre la de Mariano Rivera y Roger Clemens. Que Derek Jeter era un increíble compañero de equipo. “El mejor que he tenido después de mi perro”, enfatizó apuntando a Lazo con el índice.
Lazo y Contreras son hermanos. Crecieron juntos en los terrenos nacionales, brillaron codo a codo, y se dicen “mi perro” con la naturalidad que otros se llaman “tanque”, “asere” o “bro”. En su momento devinieron las Torres Gemelas de Vegueros y el Team Cuba, se combinaron para obsequiar escones de ‘ponchaos’ y oxigenaron la leyenda de una pelota que, en ese entonces, era venerable.
Una década duró la dinastía de la yunta, y se hubiera extendido mucho más de no ser porque Contreras torció el rumbo. Lazo permaneció en la Isla y acabó convirtiéndose en el máximo ganador de juegos de los campeonatos domésticos; más atrevido, él desertó en México, brincó a los Estados Unidos, cobró la plata que le correspondía al apellido y coronó con un anillo de la Serie Mundial. Todo eso en un lapso de tres años.
Lástima que desembarcó en la MLB con más de treinta abriles. Sin embargo, le dio tiempo a lucir: total, tiraba noventa y tantas millas sostenidas, tenía una buena slider, un tenedor brutal, y podía lanzar cada uno de esos envíos en todos los conteos. Dicho radicalmente, un crack.
Así se hizo inmortal. Casi siempre con el ‘52’ en medio de la espalda, dondequiera que se presentó llevó consigo aquellas artes para inspirar respeto desde la sobriedad más espontánea. No gritaba, no asumía poses de perdonavidas ni ensayaba miradas de asesino en serie. Carecía del fuego interior de su “perro”, pero imponía disciplina con el látigo que Dios puso en su brazo de lanzar.
Cuando se dice José Ariel Contreras, hay quien piensa en un tipo sudoroso que dominaba uno tras otro a sus contrarios. Hay quien saca a relucir que no pudo triunfar en los Yankees, y quien ve el lado positivo apostillando que ganó tres juegos en la postemporada 2005, incluyendo el de la victoria sobre el mítico Clemens.
En mi caso, lo primero que atino es a acordarme de que una vez, en el número 268 de la calle Martí, me senté a disfrutar de una charla con el tipo más sencillo de este mundo. Ese día, como digo a cada rato, yo cobré (y con propina) la herencia de los Contreras.