Manon se apellida Oropesa | Música


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El Palau de les Arts valenciano inicia su temporada con Manon, un título que permanece por derecho propio dentro del repertorio, pero que no se programa en exceso, tanto por la exigencia de una protagonista que reúna las condiciones vocales exigidas, como por otra razón más difusa; como si no fuera fácil transmitir hoy una música que ha venido acechada por el reproche de cursilería, un falso prejuicio.

La producción del Palau valenciano ha encontrado en Lisette Oropesa a la intérprete ideal, dominante y arrebatadora como la compleja heroína, que padece y goza a la vez de las dolorosas delicias de la pasión amorosa y de los deleites del lujo, delicias y deleites perfumados, envenenados por el áspero sabor de la traición. La excelente orquesta, dirigida por James Gaffigan, desentraña y paladea la música en su filigrana y sabio equilibrio entre sutiles alusiones dieciochescas y el hervor del ímpetu romántico.

El montaje de la Ópera de París demuestra un extraño despiste a la hora de ambientar la historia de Manon Lescaut. No ha encontrado un criterio para sintetizar el batiburrillo de géneros y subgéneros franceses que utiliza al buen tun tún; hay soluciones de vodevil, ráfagas de relato canalla, incluso guiños al can can, al tiempo que descuida la relación dramática entre los personajes. No se entiende el flechazo entre Des Grieux (un pálido Charles Castronovo) y la chica si los inminentes amantes no se miran. Desconcierta en cambio que acaben revolcándonos en el suelo bajo la bóveda de la iglesia de San Sulpicio. No hay dirección actoral; a Oropesa se la deja que cante en paz aislada del resto, salvo algún gesto innecesario, abandonados los demás a su suerte. Destaca el conde de James Creswell por su sobrio empaque.

Una función larga, prolongada por el doble entreacto, bien recibida por el público, un público que sabe muy bien lo que le ofrece su teatro. Una lúcida espectadora alababa a la gran soprano, a la vez que calificaba la producción de “beatona”, con gracioso casticismo. Vivimos tiempos en que la escena y el foso forcejean, unas veces como si se enfrentaran en un juego de soga tira, otras veces en franca batalla campal, y a menudo, como en este caso, reunidos en un entente que cada espectador dilucidará si es cordial o no.





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