LA HABANA, Cuba.- Mucho ha dado de que hablar por estos días el caso del artista urbano conocido como El Taiger. Desafortunadamente, aunque tampoco es sorpresa, menos interés han suscitado en el ciberespacio su estado de salud y su recuperación que su extracción social, sus adicciones y su vínculo con delincuentes, factor este último que, a la postre, lo dejó con una bala en la cabeza dentro del maletero de su propio auto.
Sobre la tragedia ocurrida al popular repartero han llovido criterios bastante disímiles. Casi todos, a excepción de quienes, en el colmo de la antipatía y la falta de humanidad prácticamente le han deseado la muerte, llevan su parte de razón.
Los más ofendidos son los que consideran que cada circunstancia, fortuita o forzada, debe utilizarse para denunciar al régimen cubano, visibilizar la causa de los presos políticos y la insoportable crisis de derechos y de todo lo imaginable que atraviesa la Isla.
Para ellos son un sinsentido las vigilias y oraciones dedicadas al Taiger, así como la masa de jóvenes que, de forma voluntaria, salió a la vía pública en varias provincias para cantar sus canciones, en un alegre homenaje a quien tanto los ha hecho gozar con su música.
Insultados andan también los puristas de la alta cultura, que en esas demostraciones de solidaridad ven barbarie social y cultural, una prueba manifiesta de hasta qué punto la juventud cubana comulga con la vulgaridad, el ambiente marginal y el mensaje de la música reparto, posado, por lo general, en las antípodas de la virtud.
Desde su punto de vista, ya el acontecimiento mutó de tragedia a circo, una alharaca de mal gusto ribeteada -faltaba más- con las declaraciones de Lis Cuesta Peraza, Carlos Lazo y Ana Hurtado, quienes en sus redes han expresado su preocupación por la salud del Taiger.
Entre tantos juicios enfebrecidos, alentados por la frustración de ver a Cuba hundirse sin que los cubanos, de conjunto, logren hacer algo al respecto, y también por los prejuicios que, en no pocos casos, son utilizados para disfrazar la cobardía y justificar la inacción en un escenario tan perentorio como el actual, numerosos opinantes dan por sentado que todos los jóvenes que tomaron las calles para cantar son unos carneros y tienen lo que se merecen.
Es lógico experimentar desconcierto al ver que un pueblo agobiado por la miseria y los apagones, obligado a vivir en un estado de terror, no acude en masa a revindicar sus derechos, pero se apropia del espacio público para hacer loas a “un antihéroe” desentendido del ring político, acusado de oportunista por su neutralidad y convertido ahora, mientras lucha por su vida, en blanco de renovadas sospechas a raíz de los votos de pronta recuperación provenientes de emisarios del mismo poder que arrastra a Cuba por la indigencia y el sufrimiento.
Nadie sabe, sin embargo, cuántos de esos jóvenes que salieron a las calles de Guantánamo, Santiago de Cuba y La Habana para rendir tributo al Taiger estuvieron en las protestas del 11 y 12 de julio de 2021.
Nadie puede afirmar que apoyan a este gobierno que intenta congraciarse con ellos mostrando un falso interés por su ídolo, que es un mulato de procedencia marginal, como lo son también Luis Manuel Otero y Maikel Osorbo, a quienes públicamente esos mismos voceros vapulearon con los peores calificativos.
Ojalá los jóvenes sean capaces de percibir tanto la hipocresía de los pronunciamientos oficiales, como el beneficio que el régimen puede obtener de esa inesperada masividad en las calles, sin impedimento de policías ni tropas especiales, para acompañar al Taiger en su agonía.
Viendo a tanto joven caminar con aparente libertad por las calles de los revolucionarios, coreando los hits del “tanque”, es más difícil hacerse una idea de la represión que sufren los cubanos, de la tristeza y la desesperanza que se solidifican en los hogares de esta Isla.
Sin dejar de deplorar que ese ímpetu no salga a la noche antillana para exigir derechos, es comprensible el anhelo de los jóvenes cubanos de expresarse libre y espontáneamente como comunidad, aun si la causa que los motiva luce frívola o pueril a los ojos del resto de la sociedad.
Ojalá un día no muy lejano esas energías apunten a un objetivo más noble y provechoso para todos; pero de momento toca lidiar con el hecho de que un cantante es más mediático que un preso político.
La imagen de triunfo que proyectan los artistas urbanos -más efectiva cuanto más ficticia- contrasta violentamente con el aura de martirio que ciñe a la figura, invisibilizada, de un José Daniel Ferrer. Una juventud en su mayoría empobrecida, desinformada y muerta de miedo no inclinará la balanza en favor de la libertad de Cuba.
Debajo de la acción colectiva que tantas ronchas ha levantado subyace una realidad pragmática: movilizarse por el Taiger no se paga con cárcel; hacerlo por los presos políticos, sí.
De toda esta tragedia pueden sacarse al menos dos conclusiones: es enorme el poder de convocatoria que tienen los artistas urbanos, y lamentable su insistencia en mantenerse al margen de ese gran dolor que es Cuba.
Por otro lado, resulta evidente que todavía hay brío, pasión y espíritu, aunque no estén canalizados hacia el propósito más urgente y definitivo. Esa es, quizás, la verdadera explicación al drama cubano: no tenemos libertad porque no la deseamos lo suficiente.