La manía castrista de vigilar la vida íntima de los otros


LA HABANA, Cuba – En sus primeros años, el castrismo, al propugnar la eliminación de lo que consideraba “la moral burguesa”, provocó una relajación de las costumbres en la sociedad cubana. Y una de sus consecuencias, como había ocurrido en Rusia luego de la instauración del régimen bolchevique, fue el desenfreno sexual entre los más jóvenes.

Liberados por el ateísmo de estado de los tabúes e inhibiciones de la religión y las convenciones sociales, alejados de sus familias en el cumplimiento de las tareas de la Revolución, jóvenes y adolescentes hacían el amor, o algo que se le parecía, sin demasiado compromiso, de modo más que libre, libérrimo, lo mismo en la promiscuidad de las becas y los campamentos agrícolas, que ocultos en refugios antiaéreos, platanales y vegas de tabaco. 

El sexo era un divertido antídoto ante el aburrimiento causado por tantas imposiciones y prohibiciones, movilizaciones, trabajos voluntarios, emulación socialista y teques adoctrinadores.

A diferencia de la revolución sexual de feminismo, píldoras anticonceptivas, minifaldas y hippies que tenía lugar por otros lares en esos mismos años, el amor libre en la Cuba socialista era regulado por la moralina sexista y machista de los mandamases castristas, que presumían de sus ligues y conquistas mientras exigían discreción en las recholatas  a sus subordinados.      

Refería el escritor Guillermo Cabrera Infante,  en su libro “Mapa dibujado por un espía”, donde reflejó el ambiente que encontró en La Habana de 1965 cuando regresó de Bélgica para asistir al sepelio de su madre: “Las esposas de los líderes de la Revolución formaban una suerte de entidad con miras a mantener los valores más burgueses de la santidad del matrimonio, la unión de la familia y el deber sacrosanto con los hijos. Todos estos axiomas  se aplicaban, por supuesto, a todos, excepto a Fidel Castro, que podía tener cuantas queridas quisiera y mantener un conjunto de apartamentos y de casas en qué dormir, una diferente cada noche”.

Las Mujeres de la Revolución, como eran llamadas, no eran un organismo del Estado pero eran tan influyentes como si lo fueran. Frente a sus muy fogosos cónyuges, con la testosterona estimulada por el poder absoluto, y las cortesanas que pululaban en torno a ellos para sacar provecho de sus privilegios, las Mujeres de la Revolución constituían un comité de defensa de los maridos que  recordaba más a una asociación de damas católicas por la decencia y las buenas costumbres que a las emancipadas camaradas soviéticas de la era bolchevique que se suponía fueran su ejemplo de moral proletaria para la construcción de la sociedad comunista.

Eran solidarias entre ellas, siempre vigilantes e implacables con todo lo que tuviese que ver con deslices  y adulterios. Sus maridos, sus cortesanas y los que les sirvieran de cómplices, tenían que cuidarse de sus quejas y chivatazos a todos los niveles del gobierno y el Partido Comunista, que forzaban a los mandamases a intervenir y regañar para que el relajo fuera con orden.   

Los castristas adquirieron la  manía de vigilar la vida sexual de los demás. Y no solo de los homosexuales, que eran considerados “lacras sociales” y perseguidos como tales.

Los comités de base de la UJC advertían a sus militantes de las graves consecuencias de relacionarse, y peor aún, de noviar con personas con “desviaciones ideológicas”.    

Entre 1975 y 1989, a los que peleaban en Angola o Etiopía, en caso de que fueran engañados  por sus esposas, les enviaban la famosa “tarjeta amarilla”, dándoles a elegir, si eran militantes del Partido Comunista, entre el carnet rojo o la adúltera.

No pocas tragedias -hasta suicidios y asesinatos-  provocó aquella grosera intromisión en las vidas privadas de la gente. Lo peor es que a veces las acusaciones de infidelidad conyugal se basaban solo en chismes y bretes de cederistas o compañeros de trabajo movidos por la envidia, rencillas o animadversión personal. 

Desde hace décadas, mediante grabaciones o filmaciones,  los comportamientos sexuales de las personas son utilizados por la Seguridad del Estado para desacreditar y chantajear. Lo han hecho no solo con opositores al régimen, sino también con diplomáticos y artistas e intelectuales extranjeros.                  



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