La libertad sometida del actor Omar Alí


LA HABANA, Cuba.- La capacidad histriónica mostrada por el actor Omar Alí no logró convencer de que es un hombre libre y de que “no hay que ver la censura como una cosa terrorífica”.

Pareciera que esas declaraciones las expresó en su papel del coronel Silvio, en el policiaco Tras la huella, o como alter ego de Miguel Barnet, laxo y mojito en mano, sobre una poltrona de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

Al parecer, este liberto de las máscaras asume su libertad desde otra versión de la fábula de los tres monitos: No hablo lo que no me conviene; no escucho lo que me traiga problema; y no veo nada que vaya en contra del régimen.

Sin dudas, una posición política y moral muy cómoda, aunque degradante por su cobardía y cinismo, en un país donde las alarmas socio-culturales no dejan de sonar advirtiendo que se hunde y llamando al sálvese el que pueda.

Resulta repugnante que un actor de tanta popularidad entre los espectadores cubanos por sus interpretaciones en diversos seriales, telenovelas y filmes, exponga su credibilidad en un pusilánime y circense diálogo entre payasos en la TV.

Aunque no cuestiono el derecho de Omar Alí a sentirse libre, o rata o cucaracha o lo que decida sentir que es, decir que la libertad es algo individual bajo un régimen que ha condenado a decenas de sus colegas al ostracismo y al exilio, pone al descubierto su falta de sinceridad.

Omar Alí nunca debe olvidar que por sentirse libres o arriesgarlo todo en busca de esa razón de ser que resulta crucial tanto en el arte como en la vida real, colegas suyos con mayor  currículo artístico y resultados de los que él pueda exhibir hasta el día de hoy, como son los casos de sus colegas Juan Carlos Cremata y Carlos Lechuga, tuvieron que huir de Cuba por culpa de una censura  nada “terrorífica”, según lo expresado por Alí.

Que actores como Ulises Toirac estén prohibidos en la televisión nacional, o que las obras de realizadores de audiovisuales sean manipuladas por los comisarios culturales del régimen, como ocurrió con el documental La Habana de Fito, de Juan Pin Vilar, o sean excluidas de muestras y festivales, como  Molina Ferozz, Culpa y Sorima, del cineasta y actor Jorge Molina, demuestran que la censura castrista no es “un reto a la creatividad individual”, como nos quiere hacer creer Omar Alí, sino un muro para la libertad de creación.

También es bueno recordarle a este señor, libre para callar y obedecer, que cuando el  tiempo pase y ya no pueda aportar como actor, guionista o director, le puede suceder como a dos de las vacas sagradas de la cultura nacional, el cineasta Enrique Pineda Barnet y la etnóloga y escritora Natalia Bolívar, quienes tuvieron que acudir a las redes sociales o a sus familiares y amigos en el exterior para que les consiguieran medicamentos que les ayudaran a sobrevivir en medio del olvido gubernamental.

Triste destino el que depara el totalitarismo cubano a los que callan, obedecen, dirigen, escriben o actúan dentro y fuera de las tablas o del set los guiones impuestos o autorizados por el régimen, con tal de congraciarse con el poder y pasar desapercibidos mientras contemplan cómo la vida y obra de muchos de sus colegas arden en las llamas “purificadoras” de la revolución en su cruzada contra los desvíos ideológicos en el ámbito de la cultura nacional.

Ojalá y a la vuelta de unos años, Omar Ali, desinflado el globo que se inventó para epatar y quedar bien con el régimen, pinchado por esos censores que hoy considera amigos, no termine borracho, fracasado, mirando huecos en una posada de mala muerte, como en el telefilme Penumbra; o peor, pidiéndole medicamentos a su hija en Madrid, a su hermano en Miami, o a los internautas en las redes sociales para que le ayuden a sobrevivir al implacable olvido oficial.



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