LA HABANA, Cuba. – Hace apenas una década, posiblemente menos, algunos llegaron a llamarlo la “Pequeña Italia” de La Habana. Miles de italianos, la mayoría hombres de la tercera edad, arribaron a Guanabo como turistas y algunos hasta terminaron estableciéndose; incluso se animaron a abrir —muchas veces mediante testaferros— negocios de renta de casas, bares y restaurantes, por las “bondades” de una localidad alejada del centro de la urbe pero muy cercana al sol y las playas, pero sobre todo a las “jineteras” y “jineteros” que les hacían las vidas más “entretenidas”, a ellos que poco podían hacer con sus pensiones allá en Europa pero que, en cambio, les rendían como una fortuna aquí donde pagar en euros y dólares, jamás en pesos cubanos, hace la diferencia.
También los turistas de todas partes vinieron por montones atraídos por el “producto estrella” de un pueblecito casi de campo a donde chicos y chicas, sin importar cuán alta o baja fuese la temporada, acudían todo el año a divertirse hasta la madrugada pero también a “pescar” a ese “yumita” que sin tantos rodeos, sin demasiadas simulaciones, estaba allí no para comprobar si el este de La Habana era más lindo que Varadero, sino más “caliente”.
Más “caliente” y más barato. Más accesible a esos jóvenes que solo con subirse al A-40 —la línea de ómnibus urbanos que aún de vez en cuando continúa cubriendo la ruta entre el centro de la ciudad y las Playas del Este—, o con pagar un almendrón desde el Parque de la Fraternidad, terminaban “cumpliendo el objetivo”: ya sea el de bañarse en el mar o el más “imperioso” de conquistar un viejo corazón jubilado.
Las del este fueron y siguen siendo las “playas de los pobres”, incluidos los extranjeros a los que el bolsillo roto no les permite aspirar a más; pero eran un producto “bueno”, “no tan malo”, que precisamente por “barato” (que en Cuba siempre han sido términos muy relativos, altamente cuestionables) comenzaba a crecer en demanda, incluso a encarecerse según iban llegando las inversiones legales e ilegales de extranjeros atraídos por ese potencial que resulta de la combinación de la “carne”, el alcohol, el mar y hasta la “tolerancia” policial conectada con la corrupción y la burocracia constantes, que a veces parecen “salvarnos” pero que, en realidad, nos están aniquilando como país.
Esos años, desde comienzos del milenio hasta 2019, los anteriores a la pandemia de COVID-19 y al desastre de la Tarea Ordenamiento, fueron en tiempos del castrismo los “años de gloria” de la más concurrida zona de playas de La Habana.
Los precios estaban altos pero “no tanto”. El transporte, malísimo, pero casi “perfecto” al compararlo con el de estos días cuando ver pasar una guagua, incluso un taxi, es tan raro como ver a un italiano paseando por Calle 5ta., la vía principal de Guanabo, donde antes se los veía casi en hordas “depredadoras” entrando y saliendo de bares y discotecas, pero que ahora, desde la rotonda hasta el final, desde la playa hasta las lomas, es la perfecta estampa de la desolación (y la destrucción).
Construcciones cayéndose a pedazos, casas que ayer se rentaban ahora permanecen vacías en pleno verano, o en venta a la espera de ese “mareado” que, confiado en la reciente promesa de que en cinco años estaremos mejor, decida arriesgar el dinero.
Ranchones y paladares cerrados, tienduchas desabastecidas, “centros comerciales” donde poco o nada se comercia, y mipymes que casi no venden porque quienes vacacionan prefieren traer sus cosas de donde las consiguen más baratas, ya en el mercado subterráneo de sus barrios, o bien gratis en el almacén de la “empresa estatal” donde “luchan”, porque en eso básicamente consiste el “trabajo” en Cuba, sobre todo cuando el salario lo pagan en “moneda nacional”.
Hoy a la barranca de Guanabo solo van los pobres que pueden, porque ―aun siendo pobres casi todos en esta Isla― nuestra pobreza es tanta y tan desoladora que hasta a la miseria le hemos puesto grados y estatus, de modo que a las Playas del Este vamos los “pobres menos pobres”, mientras que, a aquellos más hundidos en la desgracia y el abandono, a aquellos casi sin clase social a la que engancharse —así como el náufrago se agarra de aquello que lo libre de “no existir”—, no les queda más remedio que quedarse en casa a inventarse un “verano a su manera”, es decir, a darse un buen baño de calor y apagón.